viernes, 13 de agosto de 2010

Sobrevolando el Atlántico

Después de tres horas de viaje, ese asiento que al principio del viaje tan cómodo se antojaba, me resulta incómodo. Me revuelvo intentando encontrar una posición más cómoda, y miro a mi derecha. Veo a mi amigo, plácidamente dormido. Sonrío. Por mucho que este sentimiento de claustrofobia se extienda dentro de mí, y por mucho que se me entumezcan las piernas por la falta de movimiento, esto es el principio de algo grande. Algo muy grande. Veinte días, para él y para mí. Para nadie más. Es tiempo de ser egoístas, tiempo de disfrutar por nosotros y para nosotros.

Recuerdo mi país, posiblemente ya a unos tres mil kilómetros de aquí. Recuerdo toda la gente que desde allí piensa en nosotros dos, y quiere saber de nosotros y nuestra pequeña gran aventura. Sonrío otra vez. Aunque quiera disfrutar y que sean veinte días sin problemas, veinte días para dejar de pensar… no puedo evitar echar de menos a esas personas que, físicamente o no, están conmigo.

Me vuelvo a revolver en mi asiento, nuevamente incómodo. Imagino lo que me espera después de la inmensidad del océano. Nueva York, Washington, Orlando, Filadelfia. Asfalto, humo, enormes edificios. Edificios que cuentan historias, todas las historias de la gente los ha admirado, dejando dentro de las imponentes masas de cemento, un pedacito de ellos.

“Les dejaré allí” Pienso. “Aunque no vean el Empire State Building nunca en su vida… una parte de ellos estará allí para siempre. Esa parte de ellos que viaja conmigo, ahora y cada día de mi vida”

Relajado, me recuesto sobre el respaldo, cierro los párpados y suspiro. Acunado por mis amigos me dejo llevar en volandas por los brazos de Morfeo. Sueño. Oscuridad. Todo ello, sobrevolando el Atlántico.

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