Porque quiero y no quiero. Porque si no voy mañana, me arrepentiré durante toda mi vida. Pero... quisiera parar el tiempo. No, no pararlo. Retroceder en él. Quiero volver al año 2000, porque estos últimos diez años han pasado tan rápidos... tan enormemente rápidos... quiero volver a vivir con impaciencia los lanzamientos de los libros, volver a conocer a mis mejores amigos, volver a jugar en los recreos a ir a Hogwarts, y tener el secreto deseo de recibir cierta carta a los once años.
Pero sé que es hora de dar un paso adelante. El penúltimo paso. Ya no hay más que ésta y otra. Suena trágico, pero una parte de mi vida acaba, y es Harry Potter quien se la lleva. Diez años de mi vida por y para él, un niño que dicen nació en Gran Bretaña, un 31 de Julio de 1980, pero que en realidad nació cuando la idea empezó a moldearse en la cabeza de Joanne Kathleen Rowling.
Ya nada queda más que esperar. Ver mañana una película, dentro de ocho meses otra, y mientras tanto, desear verla y no verla. Verla para continuar adelante, no verla para volver hacia atrás, pero no es posible. Sólo queda esperar, y mientras tanto, disfrutar de tus contradicciones.
jueves, 18 de noviembre de 2010
domingo, 7 de noviembre de 2010
De Plaza Elíptica a República Argentina.
El andén bullicioso de la estación de Plaza Elíptica. Un bostezo. Se me caen los párpados. Un bostezo. Me pesa la mochila. Un bostezo. Miro hacia arriba, derrotado. Cambio el peso de un pie a otro, impaciente. Miro a la pantalla. Queda un minuto. Bajo la vista al suelo y miro mis pies. Golpeo el suelo con ellos sin un ritmo demasiado claro.
Un ruido atronador. El chillido del metro resuena en mis tímpanos, y doy unos pasos hasta pisar la línea amarilla al borde del andén. El tren para. Busco la puerta más cercana y entro. Me siento en el suelo, saco el libro y empiezo a leer.
Sin levantar la vista de mi libro, sigo adelante. Usera. El vagón no está lleno. La gente se apoya contra las barras del vagón, y miran al infinito. ¿A dónde irán? No lo sé. Puedo ver la pereza en sus ojos. La añoranza de una cama cálida y acogedora donde dormir hasta tardías horas de la mañana. Legazpi. Baja gente, sube gente. El vagón sigue igual de lleno. Nuevas caras, legañas en la comisura de los ojos. Bostezos, uno tras otros. Vuelvo la vista a mi libro, e intento continuar, pero las caras de la gente me llaman. Cada una con una historia, cada una con sus propias preocupaciones y alegrías. Arganzuela-Planetario. Sube gente. Nadie baja. El vagón empieza a estar más lleno. Sigo mirando a la gente. Desde el suelo miro a unos y a otros. Todos parecen más grandes desde abajo. Imponentes desconocidos, con unas vidas que nunca conoceré. Me hace sentirme pequeño. Hay mucha gente a la que no conozco y jamás conoceré. Méndez Álvaro. Chillido del tren. El vagón frena y un aluvión de gente entra tras las puertas. Unas personas se aprisionan contra otras. Hay poco espacio, empieza a inspirar claustrofobia. Las personas están a pocos centímetros de distancia unos de otros, y tal vez nunca vayan a estar tan lejos de alguien como están ahora. Miro inquisitivamente a la gente del vagón. Un chico escuchando música, una chica con unos apuntes, dos amigas parloteando alegremente, un hombre trajeado profiriendo un sonoro bostezo... Pacífico. Mucha gente entra y sale. Movimiento. Agobio. Estrés. Cierro los ojos y apoyo la cabeza contra la pared. Respiro. Una vez. Dos. Tres. Me relajo. El tren se pone en marcha y abro los ojos. El chico que escucha música sigue ahí, y la chica que estudiaba empieza a guardar sus hojas, pero el hombre trajeado no está. En su lugar hay una mujer mayor, con mirada derrotada. Conde Casal. El vagón sigue lleno, y empiezo a notarme ligeramente mareado. No lo aguanto. No lo soporto. Miro al rededor para ver si me olvido del mareo que se cierne sobre mí. Intento seguir leyendo, pero parece imposible. Sáinz de Baranda. El tren sigue adelante. Ya falta poco, me digo a mí mismo. Ya no veo más allá de dos palmos de mi nariz. La gente me rodea, y puedo ver poco más que el bolso de una mujer, el cuidado maletín de un caballero mirando su teléfono y las descuidadas mochilas que dos chicas han colocado en el suelo, a mi lado. O'Donell. Cierta melancolía me acecha. Todos los días, uno tras otro, hago este viaje solo. ¿Merece la pena? En el agobio de estas estaciones, a veces la respuesta parece ser no. Manuel Becerra. Ya queda menos, me digo. Miro con desesperación y cuento el número de palabras. Una, dos, tres. Sólo tres, pero parecen mil. Ya no están ninguno de los que empezó el viaje en Plaza Elíptica. Nadie llega tan lejos como yo desde ahí. Diego de León. Dos, sólo son dos, y en la siguiente se vacía el vagón. Dios, cómo lo ansío. No hay nada peor que esta soledad. Estar en un cubículo con doscientas personas, y al mismo tiempo estar solo. Avenida de América. Parecía que no llegaba. El vagón prácticamente se vacía. Veo entrar algunos chavales con mochila. De mi instituto, supongo. Ellos hacen una parada. Yo trece. Me vuelvo a preguntar. ¿Merece la pena? No lo sé, después de semejante viaje, sólo deseo llegar. República Argentina. Por fin. Me levanto y aprieto con desesperación el botón para que se abra la puerta. Salgo y subo las escaleras de dos en dos, paso los tornos. Otra vez escaleras. Paso las puertas. Otra vez escaleras.
Aire libre, por fin. Al llegar al último escalón, me paro y respiro hondo. Al final de la calle está mi instituto. ¿Merece la pena este viaje? Medito y pienso. Sí, sí merece la pena. Es penoso, tortuoso, solitario, agobiante y larguísimo, pero merece la pena.
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